La palabra menhir es de origen celta. Quiere decir men, piedra; hir, larga. La RAE lo define como “monumento megalítico que consiste en una piedra larga colocada […]
La palabra menhir es de origen celta. Quiere decir men, piedra; hir, larga. La RAE lo define como “monumento megalítico que consiste en una piedra larga colocada verticalmente sobre el suelo”.
Está claro que los menhires no son un patrimonio exclusivo de las civilizaciones indígenas americanas. Existen en abundancia en la vieja Europa, en especial en Francia, con alturas que llegan a los 20 metros como el menhir de Locmariaker.
El significado de estos monolitos constituye un misterio que la ciencia arqueológica todavía no supo consensuar. Desde hitos demarcatorios de fronteras, monumentos de victoria o conmemorativos, lápidas de tumbas al estilo musulmán, cultos fálicos y de fertilidad de la tierra, un medio para determinar solsticios y equinoccios o simplemente representaciones de deidades míticas adoradas por el ser primitivo.
El más famoso y conocido de los menhires de Tafí del Valle proviene del lugar denominado El Rincón, ubicado al oeste del Mollar, cruzada la garganta que forman el cerro Ñuñorco y el cerro El Pelado y, también, al oeste de la iniciación de la quebrada del Portugués, en la cabecera del Valle de las Carreras.
Hablamos del menhir Ambrosetti.
De rostro humano y cuerpo de tigre, un “Runa-Uturunco” u “hombre-tigre”. Debe su gracia al naturalista Juan Bautista Ambrosetti, quien fue el primero que advirtió a la comunidad científica sobre su valor arqueológico. Los monolitos pertenecen a la cultura Tafí que se desarrolló en el Valle entre los años 300 AC y los 800 DC de nuestra era.
En 1897, Ambrosetti publica en el “Boletín del Instituto Geográfico Argentino”, el artículo “Los monumentos megalíticos del valle de Tafí (Tucumán)”, donde hace gala de su descubrimiento. Esta publicación, además, contó con dibujos del ilustrador Federico Voltmer.
Dieciocho años después del artículo de Ambrosetti, Ernesto Padilla, en aquel entonces gobernador de la provincia, buscando casi desesperadamente otorgarle atractivos históricos a la ciudad con motivo de los festejos del Centenario de la Independencia, le pareció oportuno trasladar el gigante de piedra a nuestra ciudad. Recientemente se había inaugurado el parque 9 de Julio y, dentro de sus ámbitos, Padilla había logrado restaurar la Casa del Obispo José Eusebio Colombres, lugar elegido para su emplazamiento. El viaje duró bastante. Empezó un 4 de octubre y terminó el 3 de noviembre de 1915. Los preparativos del lugar estuvieron a cargo de un calificado naturalista y amigo del gobernador: Clemente Onelli, director del Zoológico de Buenos Aires.
Faltarían casi 30 años para que la existencia de caminos como los que conocemos hoy donde, en una hora y media en auto, llegamos a Tafí por amplias rutas de asfalto. Desde Acheral hasta el valle, el trayecto sólo podía hacerse a caballo, cruzando mañeros ríos y peligrosas sendas. El joven fotógrafo Luis “Perillo” Pose fue el encargado de documentar la intrépida aventura. En nuestra colección Ernesto Padilla se encuentran intactos los documentos fotográficos.
El diario La Gaceta, en su nota de redacción publicada el 26 de noviembre de 1914, cuando el traslado aún era un proyecto, expresaba lo siguiente:
“…arqueológicamente considerada, esa traslación es una verdadera herejía, porque en ningún punto pueden ser mejor estudiados los monumentos o los vestigios materiales de una civilización, que en el sitio y en el ambiente de origen (…) los Valles Calchaquíes son un precioso archivo prehistórico, cuyos documentos de piedra no deben salir jamás de aquel recinto amurallado de montañas”. De ese modo, “cuando estemos en condiciones de emprender un estudio serio y metódico de nuestra arqueología, los sabios que el Gobierno comisione para ello, o que tomen a su cargo tan difícil empresa, necesitarán investigar sobre el terreno y encontrar cada piedra en su sitio”.
El proyecto continuó y dio pie a opositores de Padilla a apelar al humor gráfico para propiciarle algunas gastadas referidas a su gestión. Por ejemplo, en el diario El Orden, aparecía dibujado el gobernador de pie junto al menhir con una leyenda que decía “las cuatro obras fundamentales de su gobierno: conseguir enhestar el menhir, dar leche a la infancia desvalida, fomentar el deporte en la niñez y velar por la salud de Ernestina, la (elefanta) huésped del Zoo”.
A pesar de las bromas, Padilla continuó firme y siguió adelante.
El tafinisto Segundo Ríos Bravo, haciendo gala de su apellido fue el responsable, junto a sus 40 hombres, de la osadía. Construyó una aipa de cueros de oveja y madera fuerte, con ruedas de carro donde se acostaría el menhir. Para protegerlo de los golpes que pudiera recibir durante la travesía, iba envuelto en cueros, trapos y lonas.
Después de casi un mes de viaje, el desterrado menhir finalmente llegaba a la ciudad. Tres días después pisaba suelo tucumano Clemente Onelli, responsable de la orientación “final” del menhir.
El megalito fue un huésped perturbado, ofuscado en nuestra ciudad.
Sesenta y dos años más tarde, en mayo de 1977, una camioneta del Gobierno de facto de Antonio Bussi, dispuso el raudo traslado del menhir para depositarlo en el efímero “Parque de los Menhires”, ubicado en El Mollar, como uno de los principales atractivos turísticos. Lamentablemente, la ubicación original, al igual que la del resto de los menhires del parque, no fue respetada.
Los 1800 kilos del viejo Ambrosetti, que alguna vez miraron al Este para contemplar al Dios Sol, hoy miran desorientados en su propia tierra.
Fuente: Los Valles Calchaquíes, Roberto Zavalía Matienzo, Academia Nacional de Historia, Buenos Aires 1980; Colección Ernesto Padilla, Archivo Histórico de Tucumán; La Gaceta Archivo; diario El Orden, 1915.